Agradezco nuevamente la posibilidad que brinda ASCE, a cubanos de la Isla y de la Diáspora, para dialogar sobre temas de crucial importancia para el presente y el futuro de la nación. Abogaré en mi ponencia, por la necesidad de construir juntos, desde ambas orillas, visiones equilibradas sobre los principales desafíos de la nación cubana. Visiones desvinculadas de ciertas narrativas paranoicas construidas por ciertos aparatos ideológicos en La Habana y en Miami. Es por ello que se agradece tremendamente que este evento haya abierto sus puertas a cubanos de diverso signo político en la Isla.
La Isla, como cualquier otro país del hemisferio occidental, posee desafíos que son comunes a muchas de sus naciones vecinas, mientras que posee problemáticas que son estrictamente particulares. La supuesta “excepcionalidad cubana” ha ido desdibujándose al calor de una monumental transformación de la sociedad, donde las nuevas (y las viejas) generaciones han ido acoplándose aceleradamente a las lógicas de consumo cultural globales (para bien y para mal), donde la transnacionalización constituye un eje transversal que lo media todo, y donde la escala de expectativas ciudadanas ha sido cualitativamente sacudida. Se trata de un contexto donde las nuevas generaciones están fuertemente despolitizadas y donde se profesa un culto extendido a la ciudad de Miami, que funciona sociológicamente, para un segmento significativo de cubanos, como una nueva escatología secular.
Desde la caída del bloque del Este nuestro país afronta un conjunto de desafíos de gran calado, relacionados, en gran medida, con la postergación de un rediseño estratégico del Estado nacional para acoplarlo a los nuevos desafíos del siglo XXI. Veinte años después del colapso de ese tipo de ordenamiento sociopolítico, aún pervive en la clase política de los hombres del 1ro de enero métodos y maneras de proceder anclados en aquella realidad, así como la institución del partido único (que se percibe como una “vanguardia” y adosa, mecánicamente, su petrificada identidad marxista-leninista a toda la sociedad y el Estado), la economía estatal (en proceso de transformación, donde emergen nuevas formas de propiedad pero no acaba de cuajar claramente los roles del plan y del mercado) y los aparatos ideológicos del PCC (que estandarizan sus mensajes con una visión estrecha de Cuba y del mundo).
La economía cubana no ha logrado retomar sostenidamente niveles de crecimiento adecuados y se encuentra escasamente conectada a las redes trasnacionales para la creación de cadenas de valor, típicas de la economía capitalista globalizada. Todo ello redunda en una deficitaria inserción de la Isla en la división internacional del trabajo. El país sigue necesitando una ingente inyección de capital extranjero, así como de mayores espacios de libertad para que la ciudadanía se organice bajo fórmulas económicas que posibiliten su prosperidad e inserción en la economía global. Se haría necesario, en el caso cubano, un empoderamiento económico extensivo a la mayor cantidad posible de sectores sociales. A la falta de altura programática del actual proyecto de reformas económicas, se viene a sumar el acoso externo al país por parte del bloqueo norteamericano, que impone una penosa carga en materia financiera y mercantil a la Isla, y que resulta estructuralmente inmoral y antipatriótico, pues juzga legítimo concederle prerrogativas al Gobierno norteamericano sobre asuntos soberanos cubanos y se traduce en penurias cotidianas a la fustigada y empobrecida población de la Isla.
Resultaría estratégico seguir avanzando en la adecuación de la institucionalidad económica y política cubana para armonizarla con la de la región latinoamericana, única garantía para una efectiva inserción de Cuba en las nuevas dinámicas que vive el hemisferio. Para ello el nuevo constitucionalismo latinoamericano resulta un referente poderoso y necesario. Una vigorosa inserción política y económica de Cuba con las naciones del Sur podría ser el contrapeso necesario para saldar otro desafío igual de impostergable: la imperiosa necesidad de reconstruir la relación bilateral con Estados Unidos, con todos los desafíos que ello conlleva.
Cuba cuenta con una sociedad civil sumamente diversa y activa (oficial, independiente y opositora), en la que van cobrando consistencia movimientos que defienden agendas relacionadas con temas religiosos, ambientales, raciales, migratorios, de orientación sexual, de género y políticos, además de otros que pudieran estar articulándose. Si un rasgo tipifica a nuestra realidad trasnacional, es el pluralismo. El éxito de los que gobiernan (y gobernarán) Cuba en el siglo XXI reside, a mi juicio, en la capacidad política que tengan para construir referentes simbólicos y una arquitectura institucional que sea capaz de procesar ese pluralismo. Habría que agregar el carácter trasnacional de esa sociedad, y el imperativo estratégico de articular a la comunidad emigrada a la vida económica, cultural, social y política del país.
En el actual contexto que vive el país, donde se trata de construir una transición del liderazgo histórico hacia una nueva generación de actores el tema de la sociedad civil alcanza una dimensión crucial como potencial elemento generador de consensos.
El Gobierno cubano tiene el desafío de moverse de una posición de parte a una de garante de la diversidad nacional, mediante la institucionalización del pluralismo. Sería oportuno que el registro de asociaciones, cerrado desde hace ya varios años, abra nuevamente sus puertas para que las iniciativas de la sociedad civil que hoy permanecen toleradas o en un estado de “clandestinidad consentida” puedan institucionalizarse y participar más activamente en la vida del país. Detrás de este desafío queda latente uno más importante y crucial: continuar desmontando un modelo de Estado de tipo soviético, con las carencias y disfuncionalidad que todos conocemos, abrir las puertas a un debate nacional ampliado que permita consensuar un nuevo modelo de Estado, a tono con los desafíos que debe encarar Cuba en el siglo XXI, y donde el protagonismo de la pluralidad política y social de la nación sea incorporada estructuralmente al ordenamiento sociopolítico.
De aquí podría emanar una legislación, clara y heterodoxa, que pautara los marcos operativos de la sociedad civil cubana, que garantizara los espacios de autonomía necesarios y, a su vez, penalizara los potenciales vínculos de actores sociales con agendas internas y externas ajenas a los intereses de las mayorías, es decir, aquellos que codifican el futuro de Cuba sobre la base de una “hecatombe nacional”.
La aparición de nuevos actores en el escenario nacional no debería ser asumida con sospechas, sino como el curso natural de la historia. De una nueva legislación sobre las asociaciones cubanas podría emanar una regeneración de la sociedad civil cercana al Gobierno cubano, y la necesaria institucionalización de la sociedad civil “consentida o tolerada”.
En la medida que este proceso de concertación de voluntades se amplíe y dé frutos, estaremos contribuyendo a ensanchar el consenso político al interior del país, y por ende, a crear mejores condiciones para impedir la injerencia de poderes foráneos en nuestros asuntos internos. La sociedad civil cubana y el Gobierno cubano tienen la responsabilidad compartida de hacer avanzar a Cuba en el siglo XXI hacia mayores metas de progreso y estabilidad. Ojalá todos sepamos estar a la altura.
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