Uno de los dichos más repetidos en La Habana hace referencia a dos de las características más salientes del régimen de Fidel Castro: “Esto no hay quien lo tumbe, pero tampoco hay quien lo arregle.” Efectivamente, en contra de las previsiones apresuradas de los sovietólogos, el castrismo resistió al efecto dominó que dio en tierra con la URSS y con las llamadas democracias populares del Este europeo. Como Fidel proclamara con orgullo en la conmemoración del 26 de julio hace un año: “Lo hemos logrado.” Pero tampoco ha aprovechado el régimen esa resistencia victoriosa para introducir cambios que en otros países del mundo comunista, como China o Vietnam, permiten augurar hoy en ellos una supervivencia duradera del partido comunista en el poder, en situación de monopolio, mientras tiene lugar una eficaz restauración de relaciones económicas de signo capitalista. Por un momento, después de las reformas de supervivencia, puestas en marcha entre 1993 y 1995, pudo parecer que se abría esa perspectiva. Fue un simple espejismo y la famosa Ley 88 del pasado año demuestra que cualquier cambio en la Isla acaba siempre, como el vuelo del bumerán, con un regreso al punto de partida.
Para entender lo ocurrido, amen de recordar lo que siempre significa el factor insularidad, conviene tener en cuenta que el régimen instalado en Cuba desde los años 60 no es un sistema comunista asimilable al de la URSS o a las democracias populares. Puede ser útil plantear la comparación con el franquismo de España, que ciertamente no fue un Estado totalitario, pero tampoco el régimen autoritario de que hablara Juan Linz. El franquismo, igual que el castrismo por otras vías, puede ser calificado por un cesarismo, la dictadura ejercida con por un jefe militar cuya legitimidad procede de haber protagonizado la victoria en una contienda civil. Y a la personalización del régimen corresponde una lógica tendencia a convertir en vitalicia esa magistratura excepcional, ya que el vencedor asume una dimensión soteriológica, como salvador que pretende haber redimido para siempre a la nación de sus males históricos, fundando además un nuevo orden con vocación de eternidad. Es cierto que por su condición humana el dictador no puede aspirar por si mismo a esa eternidad, pero por lo menos, de forma natural y espontánea, intentará por todos los medios que la duración de su poder y la de su propia vida coincidan. No existe a este respecto diferencia alguna entre Franco y Castro.
Sí la hay en cuanto al contenido de ese cesarismo. En el caso de Franco, la línea de poder fue estrictamente militar. El Ejército era “la columna vertebral del régimen,” no sólo en un sentido defensivo, como instrumento de represión dispuesto a aplastar cualquier disidencia, sino tamién acompañando al poder del dictador con su penetración en los altos niveles de la administración del Estado y de la justicia. El de Castro no es un cesarismo de base militar, aun cuando esta vertiente nunca pueda ser olvidada, sino un cesarismo de base comunista, en la medida que después de muchos vaivenes fue el PC el que asumió la tarea de asumir la gestión administrativa en régimen de monopolio, así como el encuadramiento y control de la población. Así que ni el franquismo fue un pretorianismo, como pudo ser el régimen argentino hasta la derrota de las Malvinas, ni el castrismo una dictadura del proletariado en cualquiera de sus formas, ya que en ambos casos el dictador es el centro último de decisiones y tanto el Ejército con Franco como el PC con Castro desempeñan un papel instrumental, estrictamente sometidos a la voluntad del líder máximo.
No nos detendremos en la diferencia radical entre el sentido arcaizante del franquismo, heredero en tantas cosas de la mentalidad de aquellos capitanes generales que gobernaban Cuba como plaza sitiada, y el populismo igualitario que cargado de buenas intenciones y resultados pésimos define al castrismo desde la toma del poder. Importa en cambio tomar en consideración que tras los escarceos de principios de los 40, una vez disipado el humo de las victorias del Tercer Reich, el franquismo asume sin reservas el legado fascista, pero sectorialmente, en las políticas de comunicación y de represión. Con la ayuda de la Iglesia, intentará sin éxito imponer la mentalidad reaccionaria del nacional-catolicismo y al constatar el fracaso se limitará a exigir el mantenimiento del orden. Para Franco, el país era un cuartel; reinando la disciplina, la intendencia podía administrarse de una u otra manera. Así, a partir de fines de los años 50 la sociedad civil va recuperando su autonomía, en el marco de un fuerte crecimiento económico, de modo que el sistema de valores que intentaba asentar el régimen está muerto cuando desaparece el dictador. En la transición democrática española, los partidos políticos se limitaron a ser los vehículos de un cambio ya realizado en los planos económico y cultural.
En cambio, el sello progresista en el discurso y en los fines no impide que el proyecto de Fidel deba ser considerado como totalitario. Un totalitarismo permanentemente enmascarado por la demagogia, pero que responde a los elementos de la definición que nos proporciona el politólogo Emilio Gentile: una forma nueva de dominación política, puesta en práctica por un movimiento revolucionario que postula una concepción global de la política, conquista el monopolio del poder, y una vez logrado éste construye un Estado nuevo, asentado sobre un partido único y sobre un sistema policial y terrorista que le permite eliminar a los enemigos interiores. La transformación buscada de la sociedad, conseguida mediante la coerción y la actuación intensiva de los aparatos ideológicos de Estado, encuentra el respaldo de una religión política cuya meta consiste en la creación de un hombre nuevo consagrado al cumplimiento de los fines del movimiento totalitario.
No resulta dudoso adscribir todos y cada uno de los rasgos de esta definición al castrismo, que merecería incluso la calificación de “totalismo,” por cuanto tiene la pretensión de ejercer un control omnicomprensivo de la vida cotidiana de los cubanos, en la formación ideológica de la infancia, en el adoctrinamiento permanente por los medios de comunicación y en la actuación de las organizaciones de masas, con el resultado de un permanente lavado de cerebro, y, para cerrar el círculo, el establecimiento de un entramado general de vigilancia a través de los Comités de Defensa de la Revolución. La vida de un cubano, según el diseño oficial, debe consistir en un continuo esfuerzo para responder al prototipo de hombre (o mujer) revolucionario, lo que de paso implica la intervención permanente del Estado para perseguir y sancionar los comportamientos anómicos con el concurso de la población militante. En suma, todo cubano es el portador viviente de los valores de la Revolución, el sujeto que como pueblo protagoniza la vida del país, y por eso mismo ha de estar en todo momento sometido a vigilancia y eventual persecución desde el poder.
No resulta posible pronóstico alguno sobre la economía cubana sin tener en cuenta el peso de este sistema totalitario, por resquebrajado que esté en estos últimos tiempos. Y tampoco cabe olvidar la peculiar ideología del personaje que ocupa su centro y asume las grandes decisiones. Por muchas invocaciones que haga al comunismo o a Martí, Fidel no es ni marxista ni martiano. Se ha dicho muchas veces que gobernaba Cuba como si fuera su finca particular y no cabe excluir que la experiencia vivida en su infancia, con su padre, un gallego violento y posesivo, señor absoluto de su hacienda en Birán, constituya el único modo de explicar el peculiar modo de gestión de la isla que ya descubriera René Dumont en 1960. El ensueño igualitario bajo su poder omnímodo, el desprecio del bienestar y la oposición a todo tipo de iniciativa individual, incluso la mitificación de la figura del médico, sólo son explicables partiendo del peculiar sistema de valores del indiano gallego. Sus efectos son conocidos y pueden experimentarse con toda dureza en la Cuba de hoy: no hay posibilidad de remake cubana del modelo chino bajo Fidel, porque nunca estará dispuesto a admitir ese componente básico del desarrollo capitalista que es la puesta en acción del individualismo económico. Aberraciones como las doce sillas en los paladares, entre tantas otras, como lo fuera en los años 80 la supresión del mercado libre campesino, responden a esa condición de amo de personas y bienes que en el espacio de toda la isla asume el dictador. Por eso no cabe excluir que habiendo conseguido sobrevivir a la crisis del período especial Castro pìense de nuevo en relanzar la construcción de su socialismo.
En especial por lo que concierne a la personalidad del Comandante, esos rasgos del sistema tienen una inmediata repercusión sobre la situación económica y sus perspectivas. La principal, propia de los cesarismos, es conocida de todos: nada fundamental cambiará en tanto que no se produzca la muerte o la incapacidad de Fidel. Las expectativas alentadas en los comienzos de la década se han desvanecido. Por ahora, en cambio, ejerce más peso esa peculiar oposición de Castro a las formas individuales de capitalismo. Bloquea la posibilidad de un desarrollo cubano según el patrón chino y en ese sentido incide poderosamente sobre las formas de vida y de pensamiento de muchísimos cubanos. Adelantaremos que, a nuestro juicio, siendo ese anticapitalismo primario un factor de estrangulamiento a corto plazo de la economía cubano, puede a medio plazo ser un aliciente para la transición política. Luego intentaremos explicarlo.
Los elementos represivos del sistema tampoco pueden ser olvidados. Los rasgos específicos del castrismo en este campo constituyen una acumulación de obstáculos contra un cambio político de signo democrático, tanto por la concentración de fuerzas policiacomilitares como por ese factor de control totalitario capilar que gravita casa a casa sobre la vida de los cubanos. No será un mecanismo que se ponga automáticamente en marcha a la muerte de Fidel pero, con todas sus quiebras, especialmente en el nivel de los comités de defensa, puede ser todavía utilizable. A diferencia del caso español, las precondiciones para el tránsito no están dadas. Con una excepción en que los dos procesos coinciden: el enorme efecto simbólico que tendrá la muerte del dictador, con la consiguiente apertura de conflictos en el vértice del régimen y la posibilidad de que entren en juego las movilizaciones derivadas de una historia, la de estos diez últimos años, cargada de frustraciones para amplias capas de la población cubana.
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¿Por qué la variante castrista del comunismo no siguió la suerte de las democracias populares y de la URSS? Carmelo Mesa-Lago encontró como factores explicativos las diferencias existentes entre Cuba y sus socios protectores, encontrándose ante todo la economía cubana menos relacionada con las economías de mercado que las euroorientales. “A mediados de los 80 Cuba era el país del campo soviético más independiente políticamente de la URSS (con excepción de Rumanía), pero el más dependiente de la URSS y el COMECON. Además Cuba era uno de los países menos desarrollados e industrializados de este grupo de naciones y figuraba entre los que contaban con menos vínculos económicos con el mercado capitalista mundial.” El mantenimiento de los subsidios soviéticos hasta el final de la década hizo que en Cuba, a pesar del clima de recesión económica, no se sintieran directamente los efectos de la crisis de obsolescencia que las economías del Este experimentan en ese período. La suspensión del pago de la deuda exterior en 1986 fue signo de crisis, como la propia consigna de “rectificación,” pero hasta 1990-91 la población cubana no sintió el golpe de la crisis que venía de Europa. Se mantenía la imagen de que cualesquiera que fuesen las dificultades, éstas eran menores que las sufridas por las capas populares en otros países de América Latina. Sólo cuando desaparece traumáticamente la condición subsidiada de su economía, adquieren los cubanos conciencia de la realidad.
La insularidad y la capacidad represiva del castrismo hicieron lo demás. La satisfacción antes reseñada no iba muy lejos, según había probado en tiempos de bonanza el éxodo de los “marielitos,” y ahorá probarán los “balseros,” reaccionando casi de inmediato al empeoramiento de la situación económica. La diferencia es que por el hecho insular esa trágica huída no tenía la calidad de detonador de tensiones dentro del país de salida que tuvo el éxodo de alemanes de la RDA hacia Occidente. No había retroacción, sino vacío. El papel de imán desempeñado por los símbolos de la sociedad de consumo de tipo occidental era comparable en uno y otro caso, pero entre comunismo y capitalismo no mediaba en este caso un muro, sino el estrecho de Florida.
Y estaba, en fin, la capacidad de control y de respuesta represiva a cargo del régimen totalitario antes descrito. Control primero, tanto por la intensidad de la presencia policial como por esa inquisición capilar que son los CDRs. La disidencia individual de cara a la huída podía ocultarse, pero cualquier embrión de sociabilidad, por no hablar de organización, alternativa al régimen debe ser inmediatamente detectada y sancionada. Es el “totalismo” a que antes hacíamos referencia, un pulpo, una piovra por aludir a otro fenómeno de atenazamiento general de una sociedad, el de la Mafia siciliana, que ha servido hasta ahora, y lo hizo eficazmente en el tiempo de crisis de los primeros 90, para evitar en la Isla la formación de corrientes opositoras y, llegado el caso, para golpear parapolicialmente a la disidencia mediante los llamados actos de repudio. Una de las tareas destructivas más eficazmente realizadas por el régimen de Castro consistió en el aplastamiento de toda posibilidad de sociedad civil, y ésta fue la protagonista de las movilizaciones que en la Europa del Este dieron en tierra con las dictaduras comunistas. En Cuba, ha sido factible huir, pero no movilizarse.
Y en la pirámide represiva, el vértice cesarista también cuenta. Cualquiera que fuese el orden de los factores que incidieron sobre la decisión de Fidel de eliminarle, lo sucedido con el general Ochoa tuvo por efecto un fortalecimiento de los mecanismos de represión en manos de Raúl Castro a través del MINFAR y una aplicación del consejo de que “la letra con sangre entra” de cara a cualquier sueño de acción opositora desde el Ejército. De paso Fidel confirmó con la sentencia de muerte un mensaje que los cubanos, como los españoles de la era de Franco, tienen bien aprendido: el pulso no le tiembla para matar si está en juego la supervivencia de su poder. El lenguaje agresivo del período 1990-92, diseñando una estrategia de eliminación, incluso de aquellos que fueran tibios en la adhesión al régimen, al grito de “Cuba será un eterno Baraguá,” fue entendido por la población, aún sorprendida por un malestar económico que pudo parecer pasajero. La conciencia de rebeldía hoy visible se encontraba todavía en gérmen.
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El origen de la crisis económica de los años 90 es de sobra conocido. A pesar de la ineficiencia de la economía cubana y del embargo norteamericano, la utopía socialista dirigida por Fidel Castro garantizaba un abastecimiento precario, pero regular, al conjunto de la población cubana, gracias a la importante ayuda de los países del campo socialista, y de la URSS en primer término. Era, pues, una utopía subsidiada, que sostenía ventajosamente la comparación con otras sociedades de la América Latina marcadas por fuertes desigualdades. Como es sabido, todo se vino abajo con el desplome del bloque socialista. Dispuesto a mantener a toda costa su régimen, Castro tomó las medidas necesarias para que la población soportara las restricciones derivadas de un 40 por 100 de descenso en el PIB. Obviamente, el nivel de miseria alcanzado obligaba, esta vez sí, a una rectificación. Las reformas puestas en vigor a partir de la legalización del uso del dólar en 1993-94, con la apertura a los capitales extranjeros y una incipiente autorización de las 134 actividades económicas individuales, así como la transformación de las granjas del Estado en cooperativas de producción, permitieron evitar la continuidad de la caída y lograr una cierta recuperación que se mantiene hasta hoy. La caída en picado de los indicadores económicos en 1993 y el “maleconazo” del año siguiente hicieron indispensable ese nuevo curso. Hasta aquí todo es conocido y se ha contado mil veces sin sensibles variantes. Mayor espacio para la polémica abre la caracterización de las relaciones económicas surgidas de la reforma, primero, y más tarde de las restricciones impuestas a la misma.
De entrada, se abría una brecha tan necesaria como difícil de explicar en el sistema económico del socialismo cubano. La primera vocación de éste había sido la lucha contra la dominación imperialista encarnada por el capital norteamericano. Las nacionalizaciones de las empresas y de las propiedades de este orígen fueron descritas como la principal conquista del pueblo cubano, y más tarde como la condición para emprender el camino que finalmente llevaría al comunismo. Socialismo y orgullo nacional se encontraban unidos, aun cuando, como también sabemos, patria a su vez se identificaba con los sectores populares, excluyendo a una burguesía que resultó expropiada y se vio lanzada al destierro.
El nuevo curso económico rompió esa homogeneidad propia del proyecto socialista, ya que si bien se autoriza la presencia en la Isla del capitalismo internacional, muchas veces en condiciones de privilegio si supera las trabas burocráticas, sigue manteniéndose la barrera que impide la constitución por vías regulares incluso de una pequeña burguesía nacional. Se trata de un movimiento en tijera, que garantiza la restauración del capitalismo en favor de los empresarios extranjeros, capitalistas al margen de toda condena, por cuanto colaboran con el régimen, mientras la gran mayoría de los cubanos se ven condenados, aunque en la forma favorecidos, por permanecer en un marco de relaciones económicas de tipo socialista.
Conviene recordar que esas reformas de 1993-95 debieron ser un trágala que el dictador tuvo forzosamente que asumir por una mera razón de supervivencia. La primera respuesta dada por Fidel a la crisis puso por delante los factores políticos: un numantinismo basado en la exaltación del espíritu revolucionario, la reforma constitucional para so capa de cambio reforzar aún más sus poderes discrecionales de gobernador de plaza sitiada, la represión de los disidentes, el rejuvenecimiento de los cuadros del partido a modo de relevo en la guardia. En 1992, con ocasión del IV Congreso del PCC todavía Castro condenó sin reservas todo cuanto pudiese sonar a modelo chino o economía de mercado. Sin embargo, unos meses más tarde se resignó a suscribir las reformas que hasta hoy definen el marco en que se mueve, o se debate, la economía cubana.
En principio, el diseño de organización económica que sobre el papel hubiera debido salir de las reformas implicaba una inversión en sentido favorable de la tendencia depresiva de la economía, logrando un crecimiento cuyos efectos beneficiosos habían de compensar el golpe inferido al sagrado principio de igualdad. En la cima, el Estado dejaría de ser el gestor indiscutido de toda la economía cubana, atendiendo en primer plano a los objetivos sociales y políticos, para abrir paso a un capitalismo de Estado, según el cual: (a) las decisiones debían estar guiadas por criterios de eficiencia económica, (b) hacia el interior era preciso admitir una cierta des-estatización del mundo campesino autorizando la formación de cooperativas y el regreso de los mercados libres — eso sí, férreamente controlados desde arriba — y, en fin, (c) resultaría factible constituir sociedades mixtas en que el Estado encontrase la financiación de capital exterior a cambio del reconocimiento de un status de empresario, en cuanto a la gestión, la repatriación de beneficios, etc.
Este capitalismo de Estado, con el apoyo de cierta racionalización en el terreno fiscal, debía servir para relanzar la economía, tratando por todos los medios de captar las divisas que llegaban con las inversiones exteriores, y también por la inyección en el sistema monetario cubano de las decisivas remesas de dólares procedentes de la población cubana del exilio. La transformación de las “diplotiendas” en “TRDs,” tiendas de recuperación de — antes que de venta en — divisas (dólares), fue destinada a cumplir ese papel, al mismo tiempo que hacía posible a una minoría cada vez más numerosa de cubanos privilegiados satisfacer algunas de sus apetencias de consumo.
Fue preciso también atender a los puntos negros más espectaculares de la estatalización. El regreso del mercado libre campesino permitió incentivar la producción y cubrir, aunque costosamente, las demandas primarias de la población. Y por fin fue autorizado también el trabajo por cuenta propia para más de cien actividades cuidadosamente definidas y con la cláusula de reserva de que el “cuentapropista” no pudiera degenerar en explotador del trabajo ajeno. Era una invitación a poner en juego las menguadas posibilidades que cada uno tuviera, por su vivienda bien situada, el viejo carro utilizable como taxi, la capacidad culinaria, las pequeñas remesas del familiar de Miami. En definitiva, pudo pensarse en un desarrollo de tipo chino, con el Estado en posición de vigilante y de perceptor de impuestos, del que surgiera una acumulación primitiva, gérmen de una normalización económica futura, y también un entramado de relaciones económicas en la base social que hiciese posible superar la penuria generalizada que afectaba a la mayoría de la población.
“Llegó el Comandante y mandó parar,” “y se acabó la diversión,” cantaba Pablo Milanés con palabras aplicables al tema que nos ocupa. De acuerdo con sus principios, Fidel Castro no podía tolerar que lo que él había destruído, las figuras de su odiado comerciante al por menor, del pequeño empresario, del individuo que busca su propio bienestar, regresasen por la puerta trasera al calor de una reforma de circunstancias. Así que muy pronto el Gobierno implantó todo tipo de frenos y controles a tales actividades. El caso de los paladares, con su máximo de doce sillas, la prohibición de vender carne de res, pescado o marisco, la obligación de surtirse en tiendas en dólares, sirve de símbolo visible de una situación general plagada de obstáculos que explica las fuertes oscilaciones en el número de cuentapropistas. Como además la tasa de impuestos por profesiones es muy alta y fija, no teniendo en cuenta la cifra de ventas y sí aplicando sanciones inmediatas por cualquier infracción, de no contar con influencias oficiales, puede explicarse la situación del sector encargado de repetir el milagro chino en la Isla: salvo excepciones, el cuentapropista vive asfixiado, con el agua al cuello de las infracciones que se ve obligado a cometer para sobrevivir, y por ello unas veces abandona y otras, las más, opta por insertarse en el circuito de relaciones económicas ilegales. Con lo cual no se genera una dinámica de tipo chino, en la cual el sujeto individual, casi siempre envuelto en su familia, innova, crea, gana, e incita al gobierno y a las autoridades a ampliar la tolerancia respecto del cambio o a legislar para evitar ese tránsito hacia esa ilegalidad que en cambio se constituye con frecuencia en Cuba en la única salida posible.
En resumen, las reformas hicieron posible la supervivencia del régimen, pero no la formación de un circuito de relaciones económicas gracias al cual el capitalismo de Estado fuese el motor de un crecimiento, sustentado desde la base social por una dinámica ascendente, de formación de pequeños capitales y de mejora en el nivel de vida, favorecida esa dinámica por la cuantiosa inyección de recursos en forma de divisas que aportan las remesas procedentes del exterior.
El resultado ha sido una Cuba dual, donde la divisoria entre dos conjuntos sociales cada vez más separados viene dada por el acceso al dólar. Sin hablar de los miembros de la clase dirigente que puedan tener alegal o ilegalmente ingresos en dólares por su vinculación con las inversiones extranjeras, como indica un publicista oficial, “cerca del 20 por 100 de los asalariados, ubicados en áreas privilegiadas por la nueva dinámica económica (turismo, tecnologías de punta, industrias exportadoras) recibe ingresos monetarios o en especie adicionales al salario oficial, lo que estaría generando una virtual remodelación de la clase obrera y asalariados en general por el capital internacional.” Sin duda el porcentaje es menor, y habría de tenerse en cuenta la sangría que supone el hecho de que los empleados cubanos de empresas extranjeras cobren un puñado de pesos por un trabajo que es pagado al Estado en dólares, pero la descripción resulta aceptable por cuanto define la aparición de una aristocracia de asalariados provistos de dólares a quienes se suman aquellos que reciben remesas de parientes de los Estados Unidos, de España y de otros países de la diáspora cubana, y quienes ejercen actividades ilegales pero remuneradoras, como han sido durante años las jineteras, cuya presencia masiva en calles y hoteles ridiculizó hasta hace poco la imagen tópica de que Fidel había acabado con el burdel que era La Habana antes de la Revolución.
En la vertiente no bañada por el sol, aquellos que carecen de dólares se situan en una supervivencia de mínimos, sometidos a un racionamiento cuyas entregas de artículos de primera necesidad sufren retrasos que acaban siendo muchas veces cancelaciones. La dramática situación y los siniestros contenidos del abastecimiento popular han sido recientemente evocados en el libro sobre las mujeres cubanas en la crisis de la antropóloga Isabel Holgado, cuyos datos utilizamos a continuación. Destaca la calidad vomitiva de algunos de los productos entregados: “También la composición del picadillo comienza a mostrar una tendencia positiva,” proclamaba satisfecho Granma, el 4 de marzo de 1999, refiriéndose al “picadillo texturizado” compuesto de un 80 por 100 de soja y un 20 por 100 de residuos cárnicos. Entre otros productos dignos de ser aplicados a la alimentación del ganado, pero que Fidel hace consumir a su “pueblo revolucionario” están también el chorimorci, un extraño chorizo hecho con soja y desperdicios, la “extensión cárnica” con soja y embutidos inclasificables, que según un testimonio “sabe a rayos y se pone duro al freirlo,” el perro de pollo con pellejo de pollo y otras cosas, etcétera. Son elementos que informan acerca de un nivel de vida bien alejado de la propaganda oficial, como lo es el ir transportados en “camellos” con una mezcla de hacinamiento, lentitud y, a pesar de todo, largas esperas. Hay claramente en el régimen otras prioridades, militares y represivas, tal y como muestra la paga de los nuevos policías especiales, 800 pesos, doble de la de un médico o de un profesor de Universidad, y el equipamiento moderno de que están dotados. Igual que en cualquier régimen reaccionario tradicional, y en contra del discurso del gobierno, la seguridad del poder es prioritaria respecto del bienestar de la población.
El resultado es una sociedad sometida a tensiones crecientes, que solamente la expectativa generalizada de represión puede sofocar. Y que en todos los niveles funciona a costa de niveles muy altos de corrupción. “Aquí todo el mundo roba, y gracias a eso todo el mundo vive.” Este aforismo popular refleja adecuadamente una regla maestra del funcionamiento del sistema económico, y explica una de las motivaciones de la famosa “Ley 88 de protección de la independencia nacional y de la economía de Cuba” en 1999. Es la receta habitual de Fidel, consecuente leninista en este plano: si el conflicto amenaza con llegar a ser incontrolable, represión a ultranza. La reciente caza de miles de jineteras y proxenetas, una vez que jugaron su papel de cebo para turistas rijosos, es una muestra de esa lógica pendular, donde a la extensión sigue siempre una violenta contracción.
No existe el circuito de dinamización de la economía que buscaron las reformas de 1993-95, pero sí una superposición de niveles enlazados entre sí por relaciones informales, cuando no por la corrupción. El superior es el correspondiente al área mencionada de capitalismo de Estado, que en tiempos recientes ha recibido un creciente apoyo, con el objeto de poner a su frente una nueva clase de “empresarios socialistas,” una especie de centauros que compartirían el conocimiento de las reglas de una economía capitalista avanzada y la lealtad sin fisuras al régimen de la revolución. Es la oferta que presenta ante los eventuales inversores extranjeros un alto dirigente en la XII Feria Internacional de La Habana, con palabras que recuerdan antes la tradición de la dependencia tercermundista que la revolucionaria: “Les ofrecemos un país ordenado. Una política de apertura a la inversión coherente e irreversible. Un pueblo trabajador y abnegado con un alto nivel educacional y técnico. Les ofrecemos una nación soberana y un gobierno honrado e incorruptible.” Lo que ocurre es que tantas maravillas son difíciles de creer, y tampoco el propio Fidel debe creerlas él mismo, pues de otro modo no hubiera puesto a jefes militares al frente de sectores claves, como el azúcar y distintas empresas industriales y turísticas. En cualquier caso, el Estado dista de ser “honrado e incorruptible,” pues por las fisuras de su engranaje económico se filtran a la sociedad todo tipo de mercancías, desde la gasolina a los materiales de construcción, que mueven la economía del sector privado alegal.
En el fondo de la sociedad, hoy más que nunca, se encuentran aquellos que tienen que sobrevivir con los salarios de hambre reglamentados. Pero la supervivencia de la sociedad cubana no podría entenderse sin el “trapicheo” permanente a que se entregan los habitantes de la Isla, al margen de y por encima de su puesto de trabajo estatal, con la pura y simple intención de sobrevivir. Surge así un subsistema económico, una especie de capa freática que subyace al mundo oficial de los dólares y al mundo oficial de los pesos, alimentada por las precipitaciones que representan las remesas del exterior y las sustracciones a los recursos del Estado que la corrupción de sus agentes hace posible. Esta economía sumergida del socialismo cubano es la que hace posible que las tensiones de la vida cotidiana de los pobladores de la isla resulte mínimamente soportable. Representa siempre una jornada de trabajo suplementaria, donde la mujer desempeña un papel primordial, pero también cualquier miembro de la unidad familiar en condiciones de desplazarse para adquirir la pieza de recambio, la botella de aceite, los alimentos que luego podrán ser vendidos con ventaja a los vecinos o a los compañeros de trabajo. En el límite, la vivienda doméstica se convierte en granja, tal y como recordaba la canción humorística del grupo “Punto y Coma,” dedicada a “la puerca Caridad” (que acaba con la detención de los propietarios y de la propia cerda criada con todo cuidado en el hogar). Es un entramado de alcance general en que las relaciones de trueque, los intercambios, las adquisiciones en dólares, tienen lugar siempre al margen de la legalidad. Dentro de las reglas fijadas por el Estado, la vida se hace imposible; resulta en consecuencia imprescindible sumirse en la ilegalidad y en la corrupción para atender las necesidades mínimas, con un doble riesgo. De un lado, la supervivencia debida a las remesas del exterior o a tratos ilegales generaliza la propensión a la delincuencia y al parasitismo; de otro, el “cuentapropista” no registrado, por honrado que sea su trabajo, tiene siempre sobre sí la espada de Damocles de la represión estatal, muchas veces arbitraria (un confidente puede manejar sin problemas su taxi ilegal) y modulada en un tira y afloja de acuerdo con las estimaciones del gobierno acerca de la coyuntura social y política.
Son tensiones que la omnipresencia policial trata de hacer invisibles. Como el médico de familia, en La Habana o en Santiago hay un policía, casi siempre oriental, en cada esquina de cuadra, y casi siempre están ocupados revisando una documentación o informando por teléfono móvil a la central. Pero el incremento en la densidad de segurosos no basta para dibujar la imagen de renovación que el régimen aspira a presentar al exterior. La Revolución con mayúscula no ha desaparecido del imaginario, pero casi siempre se reduce a la exhibición del cromo polivalente del “Che,” ese otro Cristo del siglo XX que con su sacrificio intentó redimir a la humanidad, y en primer término a América Latina. Para uso de marketing, las restantes figuras de la revolución pasan al desván de los trastos viejos y son sustituídas por Compay Segundo, la salsa y el bolero. En un vuelo de Cubana Madrid-La Habana, la pantalla sólo presenta hoteles de lujo, playas y cantantes con ritmo. De acuerdo con la lógica de esta Cuba dual, abierta al capitalismo exterior y que reserva para sus ciudadanos un modo de producción casi esclavista, conviene separar los espacios en la medida de lo posible. Los visitantes deben entrar lo menos posible en contacto con la población, vieja norma ahora repuesta en nombre de la seguridad, y por ello enviados cuando se puede a guettos de lujo, como los cayos. Si el guetto no existe, se le fabrica. Es lo que realiza con notable eficiencia el llamado “historiador de la Ciudad,” Eusebio Leal, con su sociedad anónima Habaguanex, en una labor de reconstrucción que no sólo tiene una finalidad de embellecimiento, ya que ante todo permite mostrar al turista en los palacios y en las calles remozadas de La Habana Vieja, una ciudad ideal sembrada de tiendas de lujo y lugares de diversión; una imagen de la capital liberada de todas las miserias expuestas hasta hace poco a su vista con la acumulación de viviendas cochambrosas y casas en ruina. Es la vieja técnica de Potemkin para satisfacer a Catalina II, sólo que ahora aplicada a poner una máscara sobre el fracaso social de la revolución.
En suma, el posible crecimiento de los últimos años ha podido favorecer a la capa de los “empresarios socialistas,” a los militares convertidos en gestores y al conglomerado de gentes del dólar, pero en modo alguno ha resuelto los problemas que la penuria del “período especial” había creado a la mayoría de la población, y el precio pagado por todo ello han sido una corrupción y una represión rampantes. Esta última es susceptible de evitar el estallido, pero en la misma medida se verá incrementada la frustración de tantos cubanos que del malestar económico han pasado en esta década a la puesta en cuestión del sistema político.
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“¡No es fácil!” es la expresión mil veces repetida, con la que los cubanos designan las dificultades con que tropiezan en su vida cotidiana para resolver las menores cosas. Lo dicen con tristeza, a veces con un punto de angustia, reflejando una actitud de falta de esperanza, todo lo contrario de lo que proclama la retórica del régimen. En una palabra, son conscientes de que en Cuba se vive peor de lo que se podría vivir, y además sometidos a una presión insoportable del poder político.
Tal vez éste sea el efecto más importante a medio plazo de la crisis de los 90. Hasta el fin de los subsidios, las dificultades se veían compensadas por un sentimiento de seguridad, machacado una y otra vez sobre las conciencias por la propaganda oficial. Ahora ésta no surte efecto, aunque la trabajadora cubana no encuentre medio de evitar su penosa actuación como figurante en las manifestaciones por el regreso de Elián. Los corresponsales de prensa en La Habana, por puro deber de profesionalidad, debieran haber informado sobre cómo se organizaban tales movilizaciones de masas, las coacciones indirectas en el reclutamiento, la falta de asistencia a participantes enrolados de cinco de la mañana a tres de la tarde, en lugar de transmitir sin más que era poco menos que el pueblo en armas por la repatriación. Esto no quiere decir que la base social de apoyo al castrismo haya desaparecido, siendo sin duda aún fuerte entre la población negra y en Oriente, por citar sólo dos muestras visibles. Sin embargo, las capas sociales que han experimentado de un modo u otro la frustración de las reformas no son ya susceptibles de experimentar reacción alguna ante lo que les cuenta el régimen. Saben que éste es mendaz, ineficaz, represivo a veces hasta niveles ridículos, enemigo jurado del bienestar individual, corrupto, y last but not least, que en contra de sus sagrados principios favorece una desigualdad intolerable en favor de los nuevos privilegiados del dólar. En La Habana, la tradicional y juiciosa reserva de los ciudadanos ante el tema político ha dejado paso a unos deseos muy extendidos de expresar crudamente la propia insatisfacción. De cara a una transición política tras la muerte de Castro, esta población irreversiblemente desengañada difícilmente tolerará sin rebeldía cualquier intento continuista.
Frente a ellos, la continuidad con reformas económicas, básicamente el modelo chino, será sin duda ensayado con una u otra variante por los sectores que se benefician del capitalismo de Estado, teniendo quizás ya configuradas sus esferas de corrupción, sin olvidar a los gestores militares que Fidel ha asociado a la dirección de la economía, ni al aparato comunista. Las bazas defensivas a su disposición no son despreciables, por sus contactos con un capital internacional que puede preferir los buenos negocios con el “orden” poscomunista, y sobre todo por la importancia del aparato represivo todavía en pie, desde los servicios de inteligencia de las FAR a los CDRs, pasando por los decenas de miles de policías que pueden temer la revancha popular. La pelota de la decisión se encuentra en este campo, pues también es posible que los tecnócratas que han ascendido en el régimen apuesten por evitar el riesgo de un estallido y prefieran ensayar una apertura política controlada, algo que una administración norteamericana como la actual apoyaría sin reservas. En fin, también cuenta el tiempo, y en sentido desfavorable, dada la acumulación de frustraciones, degradación moral y corrupción que la crisis del período especial y su legado hoy vigente, la dualidad reseñada, han traído a la sociedad cubana.
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