Los testimonios sobre experiencia carcelaria en Cuba post-revolucionaria han sido estudiados y promovidos, fundamentalmente, por el periodismo literario. La crítica académica, sin embargo, casi no se ha ocupado de estas obras, las cuales incluyen poemarios, relatos y hasta documentales cinematográficos. Si exceptuamos Linden Lane Magazine, co-dirigida por los poetas Belkis Cuza Malé y Heberto Padilla, o la desaparecida Mariel a cargo del fallecido Reynaldo Arenas, hay muy pocos ensayos al respecto.
En los Estados Unidos textos como Contra toda esperanza (1985), de Armando Valladares y Veinte años y cuarenta días (1988) de Jorge Valls, se mencionan escasamente en los seminarios que sobre literatura testimonial se estructuran en los cursos universitarios. Incluso en los meticulosos listados bibliográficos que prepara Modern Language Association (MLA), hay una sola “entrada” a nombre de Valladares—New Orleans Review Summer 1985 12(2): 70-72— y ninguna concerniente a Valls.
Por el contrario, los artículos dedicados a testimonios escritos por prisioneros o ex-prisioneros de regímenes derechistas, aparecen con mucha mayor frecuencia, a pesar de que una simple lectura de los mismos demuestra que hay mayores coincidencias entre estos y sus equivalentes literarios bajo la dictadura del proletariado, de lo que tal vez presuman los habituales atrincheramientos políticos. Los testimonios sobre la cárcel en Cuba están muy hermanados con las obras de quienes sufrieron encierros y torturas bajo las tiranías que han plagado a Latinoamérica y el Caribe, en especial desde 1959 hasta la fecha.
Para demostrar la validez de cuanto digo he escogido, además de los títulos mencionados, un documental de largometraje (Nadie escuchaba, 1987) de los realizadores Néstor Almendros y Jorge Ulla, y la novela que inaugura la temática de la prisión en Cuba después de 1959.
ARCHIPIÉLAGOS TEXTUALES
El rasgo más sobresaliente de estas obras es que ellas son capaces de exponer los diferentes anti-discursos que genera en Cuba el régimen marxista-leninista encabezado por Fidel Castro. No hay un modelo ideológico dominante en la oposición a Castro. Por consiguiente, no estamos frente a diversas variantes de un discurso derechista y desafiante del proyecto de un estado que se autoproclama revolucionario.
Con los textos emanados desde las tiranías derechistas los testimonios de Cuba comparten el afán de cuestionar los relatos del poder. La represión y el castigo son universales, con independencia de las etiquetas filosóficas de los respectivos gobiernos, llámense como se llamen. Estos documentos tienen un profundo sentido de denuncia, una intensa ansiedad por acabar con los abusos físicos y psicológicos cometidos contra los opositores.
Esta es la perspectiva de Roberto González Echevarría en The Voice of the Masters (1985), un ensayo que ayuda a cuestionar las lecturas “partidistas” típicas de cierta crítica en Latinoamérica, Europa Occidental y los Estados Unidos. ¿Por qué? Porque el texto evita los esquematismos retóricos de la derecha y de la izquierda y, a la vez, porque demuestra cuánto hay de común entre ambas posturas políticas.
El Otro Testimonio: Literatura Carcelaria en Cuba
Al comienzo del libro González Echevarría explica su posición. Dice que autoridad y autoritarismo son conceptos esgrimidos por los estudiosos de las ciencias sociales y por los políticos para disculpar, valga la redundancia, políticas que a menudo son genocidas, y anade que el autoritarismo es una realidad política en Latinoamérica que afecta a la izquierda y a la derecha. Por otra parte observa lo siguiente: aunque los fines declarados son excluyentes, los líderes autoritarios en Latinoamérica apenas se diferencian entre sí. Se trata de varones militares que ejercen un poder absoluto.
La sociedad cubana reúne todas las características señaladas en esa cita. Castro es el máximo líder, el comandante en jefe, el lector y hermeneuta en jefe, el presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, el secretario general del único partido tolerable. La ubicuidad de este individuo en todas las esferas de mando bastaría para demostrar que hay en la Isla un solo discurso posible y permitido. Esta es la cualidad que hace de Cuba un modelo totalitario y convencional pero a la vez distinto. Está a la izquierda de los Estados Unidos, pero no en relación con la extinguida Unión Soviética, Corea del Norte y la Republica Popular China.
Debido a ello, la represión en la Isla ha sido medida con un doble patrón. Los prisioneros en Cuba no lo son por causas políticas, sino contrarrevolucionarias; ellos no son exponentes de la lucha de clases, sino lacayos al servicio de Norteamérica. Cuando se denuncian los abusos cometidos contra ellos, la izquierda clásica los justifica porque se trata de un caso de auto-defensa del estado revolucionario frente a los provocadores financiados por Washington. El “otro” en tanto que categoría de un anti-discurso legítimamente alterno y endógeno no es admitido en el caso de Cuba. No se le reconoce autenticidad a la resistencia opuesta al relato castrista aunque ésta no sea proimperialista.
Castro no puede ser medido con el rasero de Pinochet, digamos, dado el origen de sus respectivos mandatos y de las formas socio-económicas imperantes en Chile y en Cuba. No obstante, ambos caudillos se cruzan en el punto convergente de los totalitarismos: la persecución, el arresto, el exilio y el asesinato de los opositores.
Michel Foucault define al fascismo y al stalinismo como “formas patológicas” o “enfermedades del poder.” En uno y otro lado el estado es una institución de mando supremo que se asigna deberes “pastorales”: preservar a la sociedad de sus enemigos internos y externos— marxismo o reacción capitalista—; mantener la independencia de la patria amenazada; asegurar la “pureza” de las leyendas patrióticas y defender la “soberanía nacional.”
Para Castro y para Pinochet se hace necesario erradicar los anti-discursos que puedan corromper el proyecto nacional. Para ellos es imprescindible combatir el “diversionismo ideológico” porque se debe fomentar la unidad nacional y evitar el contagio de ideas enemigas.
La nación oficiosa, la que produce los testimonios sobre la cárcel, se territorializa en las prisiones superpobladas, en las emigraciones masivas, en las salas de torturas y en los apéndices del discurso jurídico que establece y clasifica los delitos y las penas. El Código Penal vigente en Cuba determina y sanciona con privación de libertad de uno a ocho años, mediante el artículo 103 o de la “Propaganda enemiga,” a los autores o divulgadores de textos que emplacen a la autoridad marxista-leninista.
A pesar de lo anterior, se producen situaciones políticas lamentables en materia de solidaridad. Cada bando, es decir la izquierda y la derecha, ha establecido barreras de sensibilidad selectiva, que han colocado a las víctimas de los totalitarismos en compartimentos incomunicantes. Este atrincheramiento de las simpatías ha contribuído a otorgarles cierta impunidad a los responsables de crímenes incalificables. La izquierda y la derecha se han comportado con una tozudez y con un oportunismo de la peor ralea.
Es significativo que Nadie escuchaba sea el título de un documental cinematográfico sobre la experiencia carcelaria en Cuba. Almendros comenta que “se han hecho películas contra las dictaduras de derecha pero contra Castro no. Su régimen ha tenido ese beneficio siempre, aunque algún día habrá películas estoy seguro, cuando esté muerto.” Esto se debe a que “nadie escuchaba” los alegatos bien fundamentados contra las ejecuciones sumarias, los tratos crueles, inhumanos y degradantes ocurridos en Cuba. Almendros da varias explicaciones a ese silencio: el temor que sienten muchas personas por los dictadores, incluidas las víctimas, y la visión ingenua de quienes visitan a la Isla en plan de turismo revolucionario, con la disposición de entender a los “camaradas” cubanos a todo precio, con tal de no “hacerle el juego a la reacción.”
Añádase a lo dicho, la costumbre invariable de los gobernantes acusados, que radica en negar toda evidencia, tal y como hacen hoy quienes afirman la inexistencia del holocausto, o quienes han acusado de revisionistas de derecha a quienes han denunciado las matanzas bajo Stalin. Castro, apelando a la misma estrategia, ha tratado de desacreditar a sus impugnadores con la respuesta siguiente: nunca se ha sancionado a nadie por el hecho de haber sido disidente, y ha jurado que jamás se ha dado un solo caso de maltrato físico o de tortura en los treinta y cuatro años que él lleva en el poder.
Nadie escuchaba demuestra que la resistencia a Castro siempre ha sido pluralista. Jorge Valls, uno de los testimoniantes, es el primero en informar cuán compleja, rica, tensa y abundante es la anti-discursividad presente en el presidio, donde hay trozkistas, marxistas-leninistas, maoístas, democristianos, liberales, social-demócratas, fascistas, anarquistas y extremistas de todos los colores. Valls va más lejos y agrega que la libertad de expresión en Cuba se halla en la cárcel, primero porque allí nadie teme caer preso y, segundo, porque morir es muy fácil y muy natural en semejante sitio.
Aryeh Nyer, uno de los directores de “Americas Watch” ha escrito que una de las dificultades del caso cubano, en materia de derechos humanos, ha consistido en que algunos exilados cubanos han estado afiliados a causas de la extrema derecha, mientras que la mayoría de los activistas por los derechos humanos tiene una definida militancia de izquierda. Al parecer para recibir solidaridad ante las torturas y las vejaciones se requiere no sólo ser víctima, sino padecer a determinados verdugos. Nadie escuchaba cuestiona la visión excluyente de la izquierda y de la derecha.
Veinte años y cuarenta días es precisamente el testimonio que Nyer y Americas Watch necesitaron para probar que la oposición a Castro no ha estado vinculado siempre a causas de extrema derecha. No todos los presos políticos cubanos son peones de la CIA. Valls escribió su testimonio para confirmar la veracidad de los informes de “Americas Watch,” que durante años no ha podido investigar sobre el terreno la violación de derechos humanos en Cuba. Valls fue un prisionero de consciencia según la categoría creada por “Amnistía Internacional.” Fue un “preso plantado,” que pasó la mayor parte de sus veinte años en la cárcel en calzoncillos y en camiseta, participando en huelgas de hambre aniquiladoras, sin poder ver a sus familiares por años, sin poder recibir una sola carta de ellos, golpeado, maltratado. Valls, como J.F. Manzano en el siglo XIX escribió con fines políticos, amparado por instituciones, sin intenciones literarias.
El testimonio no es, por supuesto, un modelo narrativo propio de la izquierda, según lo ha admitido John Beverley, quien se ha referido a lo que él denomina “articulacion anti-socialista” del género. Comparto ese juicio a pesar de que me resulta muy vaga la idea de “articulación anti-socialista.” Es una opinión que, por lo demás, aparece como nota final de su muy conocido trabajo, cuando debería ocupar el cuerpo principal de aquél. En fecha reciente la colocó en ese lugar pero entre paréntesis. Incluso ha citado el testimonio de Armando Valladares usando el título de la versión inglesa, Against all Hope sin explicar por qué. ¿Acaso porque asocia el testimonio de Valladares con el idioma de un centro de poder?
En Contra toda esperanza Valladares reproduce estas palabras de Castro: “En 25 años de revolución, a pesar de las dificultades y los peligros por los que hemos atravesado, jamás se ha cometido un crimen.” Esto es exactamente lo que Valladares trata de desmentir. Por eso me resisto a aceptar la idea de “articulación anti-socialista,” porque me parece una operación de sometimiento de los textos por el crítico. El criterio de “articulación” no es negativo, si se trata de una línea de crítica posmoderna del marxismo, en aras de una izquierda democrática que rechaza el modelo socialista entendido y aplicado por Castro.
El testimonio de Valladares no puede ser tratado como periferia de lo testimonial, o periferia de la periferia, por favorecer una sola tendencia, la del tipo de izquierda que promueve Beverley. En el libro de Valladares un preso es golpeado salvajemente por haber escrito el apellido Martí sobre la pared de su calabozo. El régimen intenta borrar, mediante la golpiza más brutal, toda lectura martiana que no respalde la recepción marxista-leninista, diría mejor castrista, del poeta de Ismaelillo y del ensayista de Nuestra América.
La novela Perromundo inaugura el tema de la cárcel en la narrativa post-revolucionaria de Cuba. Para Seymour Menton, una de las virtudes de la obra consiste en que no destila “anticomunismo dogmático.” Montaner la escribió bajo el clima experimental propiciado por el “boom.” Mediante el uso de diversos pronombres y formas de escritura el autor propone distintas maneras de representación del referente. No hay una sola alusión directa a Cuba, porque el texto elude cualquier fatalismo, sea insular, topográfico, ideológico o literario.
Su personaje principal debe tomar una decisión: aceptar o no el ingreso al plan de reeducación, resistir o no los infinitos y brutales mecanismos de manipulación de la subjetividad, aplicados por el poder. Obviamente éste no es un problema típico de Cuba. La literatura existencialista de Francia, por ejemplo, se ha ocupado del tema de la elección y de la responsabilidad de elegir entre los prisioneros. El personaje del cuento Le Mur de Jean Paul Sartre, debe delatar o no a sus compañeros de la resistencia.
En Perromundo el prisionero se niega a convertirse, quiere ser coherente con los principios que lo llevaron a la cárcel. Los problemas relacionados con la conversión, que como ha demostrado González Echevarría es un asunto frecuente en la literatura cubana de los últimos tres decenios, tiene en Perromundo un caso ejemplar. Las opciones son extremas, internalizar o no al victimario.
Ariel Dorfman ha estudiado esta problemática desde la izquierda en su “Código político y código literario.” De la misma forma, el narrador de El nombre de la rosa de Umberto Eco medita sobre la morbosa relación de dominio y subyugación entre el preso y el carcelero. Los estados neo-fascistas y neo-stalinistas cuando no aniquilan físicamente a sus oponentes, acuden a la práctica del desequilibrio mental de estos, para imponerles la reeducación forzosa. Los testimonios sobre la cárcel contienen numerosos relatos donde los torturadores fracturan la resistencia de las víctimas. El carcelero puede disciplinarlas pero nunca reeducarlas. Puede obligarlas a emitir señales de docilidad y de obediencia, puede incluso conseguir un flujo de simpatía y de comprensión por parte de los torturados.
No obstante, la existencia de una literatura carcelaria prueba entre otras cosas que la prisión y los abusos físicos y psicológicos fracasan. No consiguen eliminar la gestación de un anti-discurso vigoroso, a pesar de todas las estrategias de dominación y silenciamiento. En las cárceles de Cuba ha nacido ya esa narrativa— y esa lírica— fundacional que ha dado al trasto con los patrones de la modernidad.
Desde los calabozos y desde las celdas comienzan a salir los testimonios no institucionalizados, verdaderamente periféricos, de la literatura cubana, aquellos que inauguran una forma de relación alterna, por tanto tiempo escamoteada, asediada o preterida por el Estado y sus epígonos, dentro y fuera de la Isla, dentro y fuera de las academias. Es hora ya de iniciar los estudios sobre esta forma de alteridad en Cuba, de conocer un archipiélago textual penitente y, sin embargo, resistente.
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